Entrevista a Manuel Martín Hidalgo, autor del libro "Un puente español sobre Neretva"
Un puente español sobre Neretva de Manuel Martín Hidalgo... Mhh... Mejor leed esta entrevista, nosotros no podríamos agregar nada más.
Leer primeras páginas
Háblanos un poco de
ti.
De aquel niño
que jugaba en la calle a la pelota con otros de la edad, como los demás, tuve que emigrar del pueblo y,
sobre todo, de mi calle. Se deshicieron aquellos nudos de camaradería que nos
habían amarrado en los juegos y confabulados en la adolescencia. Ya éramos
jóvenes, rebosábamos vitalidad, engreídos, íbamos a «comernos el mundo». Pero
no contábamos con un enemigo inexorable que echaría poco después, en lo que
dura un suspiro, todas nuestras ilusiones por tierra: ¡el tiempo! Ese mismo
enemigo que hacía envejecer a nuestros padres como cosa ajena a nosotros. Y
cada uno de aquellos niños escogió su camino.
Yo elegí la
milicia, y tengo que deciros que elegí bien, pues he sido enormemente feliz
cada día que me he puesto el uniforme.
¿Qué podremos encontrar entre las
páginas de Un puente español sobre
Neretva?
La novela, si bien comienza
en la Avenida de los francotiradores de Sarajevo, el bombardeo croata de Mostar
y la destrucción de su célebre puente en plena guerra, no es una novela de
guerra, salvo estos dos primeros capítulos que me sirven para introducir y
presentar a Amila y Zatklo que, aunque personajes secundarios, tendrán un gran
protagonismo en la novela.
El desarrollo de la novela
discurre cuando ya la guerra ha terminado. El contingente español del que forma
parte el protagonista se encuentra a su llegada a Bosnia —un país que acaba de
salir de una guerra tres veces fratricida, cuyos estragos son bien visibles en
muchas aldeas y lugares de Bosnia y, sobre todo, en su población que pulula de
un lado a otro— con el aliento humano pegado a sus rostros; vidas vacías que
intentan buscar un lugar donde comenzar de cero sus existencias. He
dicho antes que la novela NO trata de la guerra, pero sí de algo todavía más cruel:
la irracionalidad del ser humano. El francotirador que dispara «porque sí» a
gente a la que no le importa arrebatarle la vida, sea hombre, mujer o anciano,
que ha salido a por un bidón de agua para poder subsistir… O el rapto de las
jóvenes para servir de «Descanso del guerrero» a los milicianos que bajan del
monte de Sarajevo… y son violadas repetidas veces en grupos y después
asesinadas… Multitud de inocentes que sufren las torturas físicas y morales. El
descubrimiento de fosas comunes que indican la limpieza étnica que se llevó a
cabo… la actitud de otros que, sin hacer nada, fueron cómplices con su vil
silencio. Y los culpables a los que se les consideran héroes… Una multitud de
criminales de guerra amparados por una población que los considera héroes,
aunque sus méritos sean el haber participado en las matanzas de mujeres y
niños; la escasez de dinero y una industria desmantelada con la proliferación
de un mercado negro en el que se puede comprar todo, incluso a niñas y jovencitas
para la trata de blanca… Pero también discurren por sus páginas almas que
sentirán el amor; que tendrán el consuelo de los más fuertes; la entrega al
deber dictado por la conciencia de cada uno y el sacrificio en el crítico
momento en el que les ha tocado vivir.
Es una novela con
muchos personajes con sus propias historias…
Posiblemente sea en una
guerra y en sus secuelas, donde mejor puede verse reflejada la naturaleza
humana, con sus valores y miserias: cada uno de esos personajes lleva en su
maleta el odio ancestral, la crueldad, la ambición, la cobardía, el amor, el
sacrificio desinteresado; la valentía por defender a los más débiles. Y, por
qué no también, a la vez, esa dicotomía de valentía/cobardía que puede darse en
la misma persona en momentos distintos, como le ocurre a uno de los personajes,
el capitán Herce. Para reflejar todo eso necesitaba material humano.
¿Por qué decides
contextualizar tu obra en Bosnia?
Se dice
que todo autor deja un rastro de sí mismo en cada una de sus obras. Es cierto,
pero también lo es que la imaginación viene de un lugar que nadie controla. En
otras novelas quizá haya volcado más experiencias biográficas, recuerdos de mi
infancia o anhelos de mi juventud, pero el escribir esta novela fue un impulso
causado por una enorme desazón que traía cuando llegué de aquellas tierras y
que me ahogaba… eso fue lo que me empujó a escribir sobre Bosnia, y durante su
escritura me he sentido asaltado por multitud de sentimientos y, también, ¿por qué no decirlo? por el temor de que
ahora, aquí, en España, pueda ocurrir algo parecido. Nadie recuerda ya las
tremendas imágenes que vimos por televisión de aquellos días descubriendo
decenas de cadáveres en las cunetas o desenterrando los cadáveres de multitud
de fosas comunes que nos retrotraían a otras épocas. ¡Qué pena que nuestra
memoria sea tan frágil y nos olvidemos lo que sufrieron las anteriores generaciones
para entregarnos, a costa de sacrificios y de sus vidas, el estatus de
bienestar del que todavía disfrutamos!
¿En qué ingrediente reside la fuerza
de este libro?
En la de sus
personajes. Cada uno de ellos se enfrenta a su vida y a sus circunstancias con
el deseo de vivir, de continuar con la misma vida que les interrumpió la guerra
¿Qué quieres transmitirle al lector?
Se ha dicho que un buen libro
nos ayuda a ver más allá de nuestro corto horizonte, nos evoca recuerdos,
despierta en el alma sensaciones que estaban escondidas y, por si fuera poco,
nos acompaña en nuestra soledad. Ojalá que esta novela, a los que os atreváis
con ella, os haga sentir todo eso. Y ojalá la lectura de esta novela lleve a
lector a la percepción del verdadero valor de las cosas más importantes que
poseemos: la vida, el amor, la libertad y una convivencia pacífica. Y
enterarnos de que sí, en efecto, el hombre es dueño de su destino, pero a veces,
por desgracia, llegan otros, un bobo, un tonto, un ambicioso de poder, y te lo
cambia sin que tú puedas evitarlo. Porque como dijo Ivo Andric, el Premio Nobel
yugoslavo: «Siempre quisieron vivir, y siempre en el curso de su difícil
historia les arrebataron algo de su existencia. Pero a los últimos les quitaron
la vida».
Y, en fin, para mí, el escribir esta novela
ha sido una empresa difícil, pero especialmente emotiva, pues en esta labor de
escritura han encajado perfectamente en mí dos de mis tres grandes pasiones (la
tercera no os la digo, que debe de andar por ahí sentada en el salón), que son
la milicia y la literatura.
Además de Un puente español sobre Neretva has
publicado otros libros.
Sí, esta es la cuarta novela que publico. También he
publicado relatos, algunos de ellos seleccionados para su publicación por la
entidad convocante como El párroco de San
Nicolá,
¿Podrías contarnos
algo de cada uno?
La primera novela que publiqué se
titula El freire de Santiago, es una
novela de corte histórico, ambientada en el siglo XIII cuando el Rey Fernando
III decide proseguir la Reconquista, y se dispone a asaltar las importantes
plazas moras que defienden el valle del Guadalquivir. El protagonista es un
caballero portugués de la Orden de Santiago muy allegado al maestre don Pelay
Pérez Correia, maestre de la Orden y que en vanguardia de las huestes
castellanas llegan hasta la plaza mora de Ellerina. Como caballero de la Orden
ha prometido voto de pobreza, aunque la Orden sea ya inmensamente rica, los
caballeros no poseen nada, de castidad fuera del matrimonio, pues los
caballeros de esta Orden, a diferencia de las demás Órdenes Militares, sí
podían contraer matrimonio con permiso del maestre. Pero tras la toma de la ciudad
de Ellerina conoce la pasión por Nuzhat, una recitadora de poesías y leyendas
mora, por lo que es castigado por el maestre a vivir solo como monje –y no como
soldado– en un convento de la Orden como castigo por haber yacido con una
infiel. Es una novela de amor, de codicia, de traiciones dentro de la misma
Orden.
La segunda fue La última puesta de sol en Flandes,
ambientada en el siglo XVI, en tiempos de Felipe II y que nos asoma a la vida
de los soldados de los Tercios, «gente
obligada y de ordenanza vieja», de sus hazañas que asombraron al mundo, a
sus batallas, peleando siempre en penosas circunstancias con un enemigo
superior; y de sus vilezas, que también las hubo. Hombres de curtidos
semblantes, ordinarios en el habla, de iracundos desplantes, de provocativos
gestos, pero tan bravos en la pelea como fieros y crueles con el enemigo pero
que entre ellos practicaban un exaltado compañerismo que era un particular
código de honor. Eran tan capaces de arriesgar sus vidas por salvar la de un
compañero como al instante siguiente batirse con él por una mala mirada o una
palabra que creyeran mal intencionada. Soldados así mandados por otros grandes
hombres, como don Juan de Austria, Don Fernando Álvarez de Toledo III, duque de
Alba, o como el veterano maestre del Tercio de Sicilia, que tras haber
permanecido cuarenta años de servicio, tuerto, herido en un brazo, en una
pierna –otro gran «medio hombre» como Blas de Lezo– con los ahorros de toda una
vida de campaña paga a sus soldados porque muchos de ellos llevan de tres años
sin cobrar. Y cuando este hombre solicita al Rey un permiso para venir a España
a ver y consolar a su mujer tras la muerte de su hijo, capitán de los Tercios,
Su Majestad, con esa tiranía que ejerce el poderoso con el que le es más leal,
se la deniega.
La tercera va de
«romanos». Su título, Yo soy romano. El anciano Marcio Servio Metelo, retirado en
su villa en Corduba, a orillas del Betis, rememora su azarosa vida. En los
rollos que escribe cuenta su feliz infancia en Cartago cuando se llamaba
Hannón, antes de ser entregado como rehén a los romanos junto con otros
trescientos niños de las principales familias de la ciudad. En la capital de la
República Hannón es adoptado por el senador Próculo Servio Metelo. Alcanzada la
edad de entraren el ejército lo hace junto a Escipión Emiliano, y con él,
formando parte de las legiones del cónsul Lucio Licinio Lúculo llega a
Hispania… «Ahora cuando estoy listo para que mis ojos se cierren ante el
infinito sueño de la muerte, pienso que en verdad me ocurrieron hecho en los
que necesariamente intervinieron los dioses. Tuve dos patrias, dos madres que
me quisieron con infinita ternura, y tres mujeres a las que amé de distinta
manera…».
¿Cuáles son tus
referentes literarios?
Pasada aquella época del llamado Boom
hispanoamericano que me cogió en la juventud, ahora he recalado en la
literatura europea, y si tengo que decir algún favorito: Joseph Roth, Stefan
Zwig, el húngaro Sándor Márai y, en general, toda la literatura rusa. De los
más actuales, Luis Landero, Juan José Millás y la enorme personalidad y
sabiduría de Juan Eduardo Zúñiga.
¿Cuál fue el primer libro que
leíste? ¿Recuerdas qué sentiste en ese momento?
Ya lo escribí en la dedicatoria a mi madre en el primer libro de El freire de Santiago: «A Inesita –in memoriam–, mi madre, que una vez,
siendo niño, me regaló un libro, Ivanhoe,
y depositó en mí la semilla de la lectura».
Fue un día de feria, en el que yo quería una espada que colgaba en uno
de aquellos puestos de feria, pero mi madre me regaló un libro precioso, de
pastas duras y colores brillantes, que al momento me hizo olvidar mi anterior
capricho; además tenía la particularidad de que las páginas pares eran de
dibujos, con lo que facilitaba la lectura, aumentaba el interés y agilizaba la
imaginación infantil. A partir de aquella lectura yo fui distinto porque creo
que me enamoré por primera vez. Me enamoré de Rebeca, la hermosa judía y era
yo, el que montado en el caballo de mi imaginación, acudía a salvarla de la
hoguera. Luego vinieron otros de la misma colección hasta que el primer goce
con aquella infantil lectura se convirtió en un vicio con los años.
¿Y ahora qué, algún nuevo proyecto?
Acabo de terminar una novela
titulada La otra traición de los buenos, que abarca desde los primeros días de la
Revolución Rusa, y de aquellos cosacos del derrotado «ejército blanco», o los
descendientes de los oficiales zaristas que pueden escapar de la matanza
bolchevique y recalan en un Berlín de posguerra; sufren en sus carnes las
nuevas penurias de la crisis de la República de Weimar, donde intentan
asentarse mientras se va cociendo el caldo del nazismo. Esos mismos cosacos,
engañados por Himmler, forman parte del ejército alemán, al frente del cual se
pone el anciano atamán Krasnov. Tras la derrota de Alemania se entregan a los
ingleses, pero estos los traicionan – después de haber hecho lo mismo con los
croatas entregados a los serbios de Tito
–, y los entregan a Stalin, como este ya exigiera en la Conferencia de Yalta.
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